Eran los años sesenta cuando me destinaron a una escuela en una remota aldea. En aquella época pocos eran loa afortunados niños a los que les traían de la feria alguna chuchería: unas rosquillas, algún caramelo…
Una de esas afortunadas fue Carmiña. Venía muy contenta con dos caramelos en la mano y los puso encima de su pupitre que compartía con Rosiña. Le dije que los guardase para evitar tentaciones pues los ojos de sus compañeros estaban clavados en tan dulce tesoro. No me hizo caso y sucedió lo inevitable. Al cabo de unos minutos uno de los caramelos había desaparecido.
Su disgusto fue enorme pero ya no tenía remedio. La principal sospechosa: Rosiña, su compañera de pupitre. Me acerqué a ella y muy bajito le pregunté:
- ¿Tienes tu el caramelo?
- No, me dijo ella poniéndose roja como un tomate. Aquel no salió de su boca junto con un fuerte olor a anís.
- ¿Era de anís?
- Sí-dijo brillándole los ojos de felicidad.
Sólo Rosiña y yo supimos donde estaba el desaparecido caramelo de anís.
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